viernes, 3 de septiembre de 2010

Cuadro "Pesca en Cuchía"

Crónica de arena

La bicicleta se conduce por el malecón, llega hasta la pista de bajada y se desliza como mantequilla en la sartén. Ahora que retomo el camino los recuerdos de mis días felices de secundaria llegan con fuerza. No hay vuelta que darle y la mañana me coge como cuando me escapaba del mundo con mi hermano, a quién veré hoy después de años, y nos tirábamos en la arena y luego me empujaba a meterme al agua. Entonces salíamos muy temprano de casa, a escasas luces diurnas, y nos lanzábamos al malecón extenso con mesas de ajedrez y mujeres vendiendo mate de coca y viejos leyendo el periódico, y juntos contemplábamos las caprichosas ondulaciones del agua, que debido al sol empezaban a tomar brillo. Era verano y estaba libre de mí mismo. Abajo las bicicletas nos eran incómodas, la gente hacía deporte, algunos descansaban sobre la arena. Igual que antes, el tiempo no ha pasado por este pedazo de mundo, aunque me haya hecho más viejo. Me voy abstrayendo cuando veo a lo lejos los botes aproximándose al muelle pequeño y bastante romántico de Chorrillos.

El terminal pesquero está en la entrada del muelle, al lado de cevicherías pequeñas y más allá del club Regatas, donde a todas horas salen y entran unos monstruos de autos. Hay movimiento a pesar de la hora; los vendedores limpian sus puestos y los viejos esperan la llegada de los botes para descargar el pescado. Los tejedores de redes, en la entrada del muelle, no despegan los ojos de su trabajo, pero de cuando en cuando le lanzan una mirada melancólica al mar. Al rato, minutos después de haberme entremezclado con ellos, el pitazo de aviso suena y el tumulto en corro recibe a los botes que llegan.

Preguntan por la pesca, a primeras vistas no parece haber sido mala, pero el más inexperto de los pescadores se queja de la ardua madrugada. “Agradece haber traído algo, le dicen, muchos a veces llegan con las manos vacías.” Los viejos cargan los bonitos y las anchovetas, los pejerreyes abundan en las cestas, faltan manos para cargar algunos enormes animales de más de cincuenta kilos. Yo, junto a los hombres, siguiéndolos a paso rápido hasta ver los puestos rebosantes de mercadería, soy un reportero de pesca. Alguien, con evidente ignorancia de mi situación de espectador, me coge el hombro y dice que cargue las cestas dejadas al lado de las escalerillas y que coloque el contenido en orden en el mostrario luego de destripar los pescados. Tengo facha de pescador la verdad, mi ropa desgastada, mis zapatillas viejas y la cara de resaca me ponen en aprietos. Estoy atónito. Su aspecto burdo de sandalias y camisa embarrada de sangre y arena, sus pantalones desteñidos y su manera descortés de hablar causan en mí un extraño efecto bipolar, en el que por un lado me niego a todo imperativo y por el otro la curiosidad hace de mí presa del momento. El hombre me mira como si esperara verme en movimiento, y pienso que a pesar de no tener consideración es una persona con una profesión tan digna como la mía, por lo que me veo obligado a comprender el ambiente de su desarrollo. “José Olaya pudo ser un hombre como él, y mil veces es un héroe de la patria.” El hombre no me quita los ojos de encima, la expresión fría de su rostro curtido es una piedra a la intemperie. Al ver mi actitud perseverante, los gestos vivos se van escapando de sus labios y sin darse cuenta una sonrisa se le dibuja por momentos. Carga las cestas, me vuelve a mirar y yo mucho más tranquilo cojo algunas y lo sigo en silencio hasta uno de los tantos puestos. Son como las seis y media de la mañana y ya el terminal está saturado de compradores.

Se van poblando los botes de pelícanos y gaviotas, los hombres empiezan a tomar una actitud más relajada con el transcurso de los minutos, pero nosotros seguimos trabajando como esclavos cargando el pescado. Mi hermano estaría orgulloso de mí, pensaría que aunque soy un universitario tengo la grandeza de ser también un peón. Llegada la última embarcación, más grande y firme que las otras, el dueño levanta la lona y descubre un pez espada de casi dos metros y medio. “Atrapé al pendejo comiendo los peces de mi red; no se dio cuenta que lo tenía en la mira desde unas cuantas horas atrás.” El animal tiene un magnífico aspecto atemorizante, sus brillantes escamas contrastan con el destrozo de la cabeza que el pescador ocasionara al martillarle para darle muerte. Sería imposible cargarlo entre los dos. Él piensa que necesitamos por lo menos tres hombres y yo digo que cuatro. Me dice que espere mientras los busca, pero un rápido recuerdo cruza mi mente y me obligo a ir con él, pues su descortesía es tan grande que lo más probable es que terminemos cargando al animal solos. Me entiende, se ríe y me hecha mano al hombro. “Bien, vamos”. No es un mal tipo, diría sin equivocarme que es apreciado entre sus colegas. Sólo que necesita una dosis de buenas maneras que contraste perfectamente con sus hombros anchísimos y su voz de general.

Como casi la jornada está culminada, varios hombres descansan en la entrada al muelle y en los alrededores, donde sin ningún reparo toman desayuno. Nos dirigimos a ellos, los saludamos, hacen corro para escucharnos y les exponemos la situación: somos dos, estamos muertos de fatiga y el animal pesa más de doscientos kilos, por lo que los brazos de varios podrían hacer el trabajo mucho más sencillo. Nos miran pero ninguno se lanza a la carga. Su silencio es una flecha que cruza de cabo a rabo mi razón y me hace ilógicamente sentir como si perdiera por un instante la camaradería de años de trabajo. Mi compañero les insiste, pero nadie se anima. Ni siquiera los más jóvenes, que frente a nosotros parecen estar vitalísimos. Agradecemos su atención y volvemos a la pequeña lancha, y el dueño al vernos nos dice que es necesario sacar el animal antes que el sol comience a malograrlo. Metros adelante del desembarcadero, una puerta con vigilante inicia el muelle de enamorados. Desde ahí se puede ver a plenitud el mar de noche, cuando se convierte en un inmenso mantel negro, y también a poca distancia el muelle del Regatas, invadido de yates, veleros y todo tipo de vehículos acuáticos. Siguiendo la luz refractada desde los faroles y la cruz del Papa arriba en el Morro Solar, parece que uno pudiera avanzar con los ojos hasta el otro lado del planeta. Pero ahora es de día y poca gente visita el lugar. Al lado de la entrada, sin embargo, hay una carretilla que ha capturado mi atención por completo y que bien podría servirnos para este caso. Comento la idea a mi compañero y asiente con la cabeza. Le doy unas recomendaciones previas. Va, le pide el vehículo-instrumento prestado al vigilante a quien conoce de años, lo convence y orgulloso y complacido llega donde mí. “Listo, manos a la obra.” Levantamos el animal con ayuda del dueño, lo colocamos cuidadosamente en la carretilla e intentamos subir las escalerillas. Es imposible moverla siquiera. De lejos, los hombres nos miran algo sorprendidos pero no se atreven a intervenir. Están avergonzados.

El más viejo cede y se nos acerca. A pesar de su edad tiene bastante fuerza, pero no es suficiente. Al cabo de un rato exiguo,, varios de los que espectan se aproximan a ayudarnos, jalamos todos a la vez y con bastante agrado terminamos en segundos. El pescadote es llevado al frigorífico del terminal, devolvemos la carretilla y nos arrojamos a los pies del viejo, “gracias hombre”, y luego les decimos lo mismo a los demás. Sonríen y vuelven a sus labores. Cuando empiezo a sentirme en confianza con ellos, alguien pregunta por mi bicicleta amarrada a la columna de entrada al muelle y yo recuerdo la hora y la llegada en la tarde de mi hermano. Debo despedirme y explico las circunstancias. Mi compañero, llamado Alberto, me da una bolsa de pescado y mariscos como pago. “Disfruta el almuerzo, me dice mientras me voy, ahí tienes para la semana.” Le digo adiós y parto la carrera. El sol está insoportable, y desde el malecón, mientras avanzo a toda prisa, el terminal va reduciéndose hasta volverse una casa de hormigas.

viejos relatos

A manera de ejercicio higiénico, limpiaré mis carpetas de archivo de viejos relatos que escribí hasta el 2008. La historia continúa.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Once


Diez

La historia, como tal, empieza en este punto. Los prolegómenos a la misma son referencias importantes para dilucidar acerca del poder que llegaste a tener sobre nosotros. La aparición de tus padres en un lugar como este, el cual puede tener una infinidad de afinidades simbólicas, no es producto de un desorden de la estructura del destino. Ellos llegaron aquí para traerte a ti, el redentor.

No espero que comprendas esto desde mi punto de vista. No tengo intención de imponerme a ti después de todo este tiempo. Ya es imposible. Que mi análisis de los hechos sirva como un descargo elocuente en mi defensa durante este enjuiciamiento, que resulta símil a la concepción de libertad tomando como referencia a la ética: desde el ángulo que lo mire, no tengo forma de ganar.

La historia continúa. Nace una ambición, difícil, casi imposible: que mi juicio sea ahora una piedra en el camino de tu existencia.

Y que mis sueños no sean aniquilados por tus proposiciones sobre el tiempo, Amén.

Nueve

Ella les enseñó otra clase de sudor, uno muy olvidado en el pueblo de entonces. Les mostró el sendero sinuoso de las seducciones, el río voluptuoso que recorre las estratagemas del cuerpo. Les mostró la carne y los pecados que uno puede cometer a través de ella. El Credo se transformó en la redención del gemido.

Las tradiciones de esta secular sociedad se fueron adaptando a los parámetros de la sensualidad y de la idea de vida que el placer inculcaba en cada emisión de feromonas. En noches de luna llena, las lobas aullaban desde la libertad de sus celdas húmedas, las cuales se recubrían de barrotes de seda. El llamamiento licantrópico se extendía a los confines de la mente y culminaba en la mañana, cuando los aullidos se transformaban en sonrisas tersas y silencios.

Así fue como en este pueblo de gente envejecida por voluntad empezó a brotar la vida. Para el siguiente año, los aullidos de lobas se mezclaban ya con quejidos de lobeznos. Se erigió la imagen de Adán y Eva y se tomó como referencia imaginativa a aquellos dos llegados de alguna parte. Nacieron los hijos que habrían de sofisticar los gustos de este pueblo respecto al mundo. Nací yo, hijo de alguna admiradora más de tu madre, y tú, el que ahora me juzga, el hijo de la reina de la noche.

Todo estaba por empezar.