miércoles, 21 de octubre de 2009

Siete

Para entonces, nuestro pueblo era cualquier cosa menos una oportunidad. Por ende, nadie comprendió por qué dos jóvenes aparentemente sanos llegaron a instalarse aquí. Y porque no lo comprendían, les parecía sospechoso; y sospechoso significaba no mezclarse con ellos, aunque las mínimas relaciones sociales establecidas facilitaban cierto nivel de vigilia.

Todos los días, incluyendo domingos, se les veía a ambos esperando el transporte rumbo a la ciudad. Siempre era lo mismo al despuntar el alba. A casa regresaban siempre pasada las 9 de la noche, luego que todos los que salían a trabajar ya estaban descansando. De ellos, por supuesto, no se sabía nada: a las resticciones intrínsecas que se les tenía, se sumaba aquel aire de impenetrabilidad que ellos transmitían a través de su indescriptible cordialidad, parecida a la herida que se esconde tras una venda. Eran un misterio de gemidos nocturnos e incongruentes silencios matutinos, sonrisas tersas, gestos dibujados como bocetos de mordeduras pasionales. Siempre juntos, simbióticos. Un verdadero enigma dentro de un pueblo como el nuestro.

Con el tiempo, aquellos dos empezaron a ser la rutina ocular de cada uno de nuestros habitantes. Se hicieron predecibles y familiares, susceptibles a análisis e inferencias. E increíblemente, se hicieron más trascendentes. No había explicación lógica. Su caminar, sus posturas, sus ademanes se volvieron susceptibles a imitación a nivel casi involuntario. Ellos sabían qué transmitir, cómo causar efectos. Eran como un concepto de significancia ambivalente. Darse cuenta de ello, rebelarse o aceptarlo, era parte de aquel plan suyo.

Y como empezaron a formar parte de cada ser, dejaron de ser sospechosos de lo que sea. Fue entonces cuando su táctica quedó al descubierto.

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