miércoles, 21 de octubre de 2009

Once


Diez

La historia, como tal, empieza en este punto. Los prolegómenos a la misma son referencias importantes para dilucidar acerca del poder que llegaste a tener sobre nosotros. La aparición de tus padres en un lugar como este, el cual puede tener una infinidad de afinidades simbólicas, no es producto de un desorden de la estructura del destino. Ellos llegaron aquí para traerte a ti, el redentor.

No espero que comprendas esto desde mi punto de vista. No tengo intención de imponerme a ti después de todo este tiempo. Ya es imposible. Que mi análisis de los hechos sirva como un descargo elocuente en mi defensa durante este enjuiciamiento, que resulta símil a la concepción de libertad tomando como referencia a la ética: desde el ángulo que lo mire, no tengo forma de ganar.

La historia continúa. Nace una ambición, difícil, casi imposible: que mi juicio sea ahora una piedra en el camino de tu existencia.

Y que mis sueños no sean aniquilados por tus proposiciones sobre el tiempo, Amén.

Nueve

Ella les enseñó otra clase de sudor, uno muy olvidado en el pueblo de entonces. Les mostró el sendero sinuoso de las seducciones, el río voluptuoso que recorre las estratagemas del cuerpo. Les mostró la carne y los pecados que uno puede cometer a través de ella. El Credo se transformó en la redención del gemido.

Las tradiciones de esta secular sociedad se fueron adaptando a los parámetros de la sensualidad y de la idea de vida que el placer inculcaba en cada emisión de feromonas. En noches de luna llena, las lobas aullaban desde la libertad de sus celdas húmedas, las cuales se recubrían de barrotes de seda. El llamamiento licantrópico se extendía a los confines de la mente y culminaba en la mañana, cuando los aullidos se transformaban en sonrisas tersas y silencios.

Así fue como en este pueblo de gente envejecida por voluntad empezó a brotar la vida. Para el siguiente año, los aullidos de lobas se mezclaban ya con quejidos de lobeznos. Se erigió la imagen de Adán y Eva y se tomó como referencia imaginativa a aquellos dos llegados de alguna parte. Nacieron los hijos que habrían de sofisticar los gustos de este pueblo respecto al mundo. Nací yo, hijo de alguna admiradora más de tu madre, y tú, el que ahora me juzga, el hijo de la reina de la noche.

Todo estaba por empezar.

Ocho

Con el tiempo, la llegada de aquellos dos significó el rompimiento de la placenta psico-espacial del pueblo y el alumbramiento de nuevos seres vivos, pendientes de las tendencias que desfilaban a su alrededor. De repente, las mujeres, oxidadas en sus conversaciones de domingo, empezaron paulatinamente a acercarse a aquella joven que antes les pareciera tan poco fiable. Al principio solo la saludaban y le preguntaban por su joven pareja. Luego empezaron a preguntarle por su trabajo, sus gustos, cómo así había decidido instalarse en aquel pueblo de muertos. Luego admiraron su templanza al soportar los comentarios obscenos de aquellos que no probaban mujer tersa. Finalmente, en la cima de la confianza, le preguntaron cómo hacer para convertirse en ella.

Siete

Para entonces, nuestro pueblo era cualquier cosa menos una oportunidad. Por ende, nadie comprendió por qué dos jóvenes aparentemente sanos llegaron a instalarse aquí. Y porque no lo comprendían, les parecía sospechoso; y sospechoso significaba no mezclarse con ellos, aunque las mínimas relaciones sociales establecidas facilitaban cierto nivel de vigilia.

Todos los días, incluyendo domingos, se les veía a ambos esperando el transporte rumbo a la ciudad. Siempre era lo mismo al despuntar el alba. A casa regresaban siempre pasada las 9 de la noche, luego que todos los que salían a trabajar ya estaban descansando. De ellos, por supuesto, no se sabía nada: a las resticciones intrínsecas que se les tenía, se sumaba aquel aire de impenetrabilidad que ellos transmitían a través de su indescriptible cordialidad, parecida a la herida que se esconde tras una venda. Eran un misterio de gemidos nocturnos e incongruentes silencios matutinos, sonrisas tersas, gestos dibujados como bocetos de mordeduras pasionales. Siempre juntos, simbióticos. Un verdadero enigma dentro de un pueblo como el nuestro.

Con el tiempo, aquellos dos empezaron a ser la rutina ocular de cada uno de nuestros habitantes. Se hicieron predecibles y familiares, susceptibles a análisis e inferencias. E increíblemente, se hicieron más trascendentes. No había explicación lógica. Su caminar, sus posturas, sus ademanes se volvieron susceptibles a imitación a nivel casi involuntario. Ellos sabían qué transmitir, cómo causar efectos. Eran como un concepto de significancia ambivalente. Darse cuenta de ello, rebelarse o aceptarlo, era parte de aquel plan suyo.

Y como empezaron a formar parte de cada ser, dejaron de ser sospechosos de lo que sea. Fue entonces cuando su táctica quedó al descubierto.